Los santos olvidados

Los santos olvidados

Al recorrer las rutas de nuestra provincia, a menudo encontramos a nuestro alrededor marcadores que no son propios de la Dirección de Vialidad. Son grutas, son peañas, son templos en todo menos en las formas. Algunos de estos lugares están consagrados a santos y vírgenes reconocidos por la iglesia católica, pero la mayoría son de otros ídolos. Ídolos que nuestra tierra decide espontáneamente conmemorar. Son los llamados santos populares. 

Los santos populares son aquellas personas que fueron canonizadas directamente por el pueblo, sin intervención de ninguna iglesia o credo. En muchas ocasiones su culto es causal de discusiones acaloradas, pero están: en banderas, en cintas rojas y en paredes, atentos. En Caucete, la más reconocida es la Difunta, historia contada una docena de veces de la que son devotos incluso del otro lado del mundo, aún más después del fervor reavivado tras el reciente mundial de fútbol. Tiene películas, libros, obras de teatro y un santuario enorme. Pero no es la única, o mejor dicho, no era la única. 

Hay personas que conocen otras historias y en Caucete, tuve la oportunidad de encontrarme con una de ellas, que me reveló las leyendas de otras devociones, cuyo culto corre el riesgo de perderse. Su nombre es Miriam Mabel Fonseca, y cuando la encontré hace unas semanas en el Museo Histórico de Caucete tenía una historia para contarnos. O mejor dicho, una vitrina en aquel museo local tenía una historia que merecía ser contada. 

Ahí estaba el miliquito, “un joven soldado de la batalla de Caucete”. Tras el feroz combate que acabaría con el poder del Chacho Peñaloza, el 30 de octubre de 1863, de entre las cenizas aparece un cadáver de un joven, o tal vez de un niño. “La gente del lugar lo sepulta en una urna, porque solo quedaban sus huesitos, ya que lo encuentran mucho tiempo después de muerto. Lo colocan en una un altar; y desde allí la gente del lugar comienza a pedirle favores y llevarle vinos, cuadernos, flores, velas, dinero”. Según lo que cuenta Miriam, promesantes jóvenes llegaban de toda la provincia a verlo. Un joven caído en una más de las batallas por la organización nacional, venerado por los pobladores, olvidado al tiempo. Miriam es muchas cosas: autora, historiadora, pero sobre todo una sabidora (como diría Eusebio Dojorti). Como tal, era una de las que tenía noticias de la existencia de esta devoción y formó parte del equipo encargado del rastreo, encuentro y recuperación del cuerpo, cuyos restos descansan ahí, en una vitrina en el museo, a la vista de todos los que lo visitan, el último descanso de la leyenda olvidada.

Recuperación del cuerpo del «Miliquito». Foto: Miriam Fonseca.

Pero esa no es la única devoción perdida. “También está Marquitos Molina, en el Valle Sarmiento de los Médanos”. Es la historia de un gaucho local, que arreaba ganado para venderlo en Chile y en el camino siempre se detenía en Caucete a realizar ventas. “Se hace muy amigo de los pueblerinos, les da consejos hasta matrimoniales; hasta que un día no vuelve más. La gente se defrauda, cree que es un sinvergüenza. Con el tiempo se enteran de que el hombre había fallecido de una muerte súbita. Entonces, arrepentidos de los malos pensamientos, le construyen una peaña [pequeño altar] en el en el cerro y le llevan flores para rogar por su alma”. El gaucho incluso cuenta con una leyenda. Dicen los moradores que “una noche de tormenta se escapan los animales del corral de un señor de la zona, que desesperado va y le pide al Gauchito Marquitos Molina que interceda para regresar a los animales, porque sin eso él no podría vivir. Se cuenta que esa misma tarde que él le reza, antes de entrar el sol, los animales bajan del cerro y entran solos al corral”.

Un gaucho milagroso, no tan conocido como el correntino, Gauchito Gil, o siquiera como nuestro José Dolores. Una devoción cuyo altar está perdido a la memoria (la gente cree que el mismo puede haberse caído en alguna tormenta) y se encuentra en un paraje pequeño, alejado de la ciudad. Una historia digna de ficcionalizar, en un paraje sin señalizar.

La «peaña» de Marquitos. Foto: Miriam Fonseca. 

Por último, Miriam se toma un tiempo antes de mencionar una devoción más, pero probablemente la conozcan por su contemporaneidad. 

“Y bueno, el Caputo, que todo el mundo conoce. La devoción del taxista al que mataron”. La historia de Nicolas Florencio Caputo es la más reciente y se remonta a 1939. Un policial digno de adaptación creativa, un robo seguido de asesinato y un paso al mito, como lo definió cierto diario local, a partir de las personas que peregrinaban al lugar de su encuentro a la orilla de la Ruta 141. El uso del pasado es intencional, pues si uno se acerca ni siquiera se encuentra marcado el lugar. “La devoción está decayendo, porque no hay señalización de nada, el turista que pasa cree que ahí hay un basural”. 

La pregunta pasa a ser entonces ¿qué sucedió? ¿Cómo de pronto, una historia tan rica en referentes, ídolos y devociones, y un pueblo que reconoce históricamente a las mismas, pasa lentamente al olvido? Miriam tiene una teoría.

“Con el terremoto del setenta y siete todas las devociones decaen porque hay todo un traslado de familias en el territorio”. El segundo mayor desastre natural de nuestra historia local no solo se llevó las existencias y los objetos materiales de los habitantes de Caucete, sino también hasta un estilo de vida. En la charla, Miriam nos cuenta cómo el concepto de las chacras queda en un segundo plano cuando la población pasa a tener casas de material, en barrios delimitados, en los que incluso se les prohíbe tener animales. Un desarrollo casi obligado, nacido desde la necesidad de reconstruirse, que tiene como víctima inesperada a estas historias. 

Esos parajes siguen. Si preguntan a los habitantes les dirán incluso cómo llegar. Las historias también, pero están en peligro. Quienes las tienen de primera mano ya no están, quienes las replican se nos van de a poco, y ya no hay muchos que las cuenten. A pesar de eso, Miriam es optimista, por eso recopila estas y otras historias, publicadas en diarios, revistas e incluso en sus propios textos. Por una fe ciega en un concepto que atraviesa estas historias: el valor de la memoria colectiva. 

Alguna vez un autor reconocido escribió que cuando de esta tierra nos vamos las bibliotecas arden. Las historias que no llegamos a plasmar en papel o contar en voz alta se van con nosotros, perdiéndose para siempre. A menos que hagamos algo por ello. Eso es lo que se propuso Miriam cuando dedicó algunas horas de su vida a contarnos estas historias y lo que nos proponemos los que aquí escribimos. Es precisamente lo que me propongo yo, el autor de la nota, con este trabajo. 

Porque es una verdad universal que los derechos sin ejercicio se pierden. Pero más universal es que, el derecho a la memoria, es el que más fácil se nos escapa.

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