Muertas antes que sencillas
Desde hace casi dos décadas, es una de las mujeres más deseadas de la Argentina, dueña de esa belleza hegemónica que abre las puertas del éxito y la fama. Pero en los últimos tiempos, el nombre de Silvina Luna dejó de estar asociado a su brillo como vedette, actriz y ex participante de realitys para pasar a ser el símbolo argentino más claro del alto precio que tiene para las mujeres el perseguir una belleza que nunca es suficiente.
“¿Por qué se operó? con lo linda que era…”; “¿Qué le pasó en la cara?”; “Eso les pasa por ser tan superficiales” son algunas de las frases más suaves que se reproducen en las redes sociales en torno a la figura de Silvina, quien comenzó a contar sus dramas de salud después de haberse sometido a intervenciones estéticas por parte de médicos irresponsables, que siguen operando libremente pese a haber dañado las vidas de cientos de mujeres. Y aunque algunos reparen acertadamente en la responsabilidad penal y ética de este tipo de profesionales, muchos/as siguen señalando a las víctimas de la mala praxis, por haber “decidido” ser aún más bellas de lo que ya eran. Una vez más, la culpa es de las víctimas, y como siempre, es de las mujeres.
El debate tiene muchas aristas. La falta de escrúpulos de los profesionales de salud; la ineficiencia de un Estado y de una Justicia que deja pasar años sin condenar prácticas que arruinan vidas; el nivel de información que deben tener los/as pacientes antes de realizar cualquier tratamiento; y, por supuesto, el fondo de una problemática que excede a las famosas y se extiende en el mundo, y en particular en la Argentina, en mujeres cada vez más jóvenes.
Hace un mes, Silvina contaba que necesita un trasplante de riñón y alertaba a las jóvenes y adolescentes sobre la necesidad de mirar un poco más hacia adentro, como ella no pudo hacerlo, aun teniendo la imagen que muchas desearían tener. Pero mientras este mensaje salía al aire por televisión, miles de chicas cumplían el sueño de “tocarse” por primera vez la cara para ponerse todo tipo de rellenos y borrar arrugas que aún no llegan a aparecer.
En su encuesta global anual sobre procedimientos estéticos/cosméticos, la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (ISAPS) comunicó que desde 2020 hasta la actualidad hubo un aumento general del 19,3 % en los procedimientos realizados por cirujanos plásticos, con más de 12,8 millones de procedimientos quirúrgicos y 17,5 millones de procedimientos no quirúrgicos realizados en todo el mundo. “Una notable recuperación” dicen quienes ponen manos a la obra sobre los cuerpos de las mujeres, después del periodo de vacas flacas que significó la pandemia. Sobrevivir mental y físicamente a una de nuestras etapas más críticas como humanidad para “recuperar” el tiempo en que no pudimos estar a tono con lo que significa ser una “verdadera mujer”, a la que aún sin poder salir de casa se le exigía mover cielo y tierra para “no dejarse estar”.
Con sonrisas forzadas para no arrugarse aun cuando se desmoronaba el mundo y haciendo gimnasia contra viento y marea “por salud”, mientras en TV y en las redes te martillaban con el asco que significaba el rollito que iba ganando terreno en cuerpos castigados por tanto encierro. Sin tintura, sin dietas extremas y sin depilación. Un periodo que para muchas se convirtió en un agujero negro que las desconectó de las rutinas diarias a las que obligatoriamente hay que adscribir y un periodo de libertad para muchas otras que a partir de ese momento decidieron repensar todas esas prácticas para volver al ruedo con una versión más fiel de sí mismas y menos uniforme con las demás.
Sin embargo, por esos días, la misma tele que hoy se indigna con lo que le pasa a Silvina Luna, castigaba el activismo gordo de Brenda Mato, una de las referentes argentinas de este movimiento, una vez más con la excusa de la salud. Y la misma tele que hoy cuestiona a las pacientes por “ignorantes”, daba aire a panelistas que sostenían livianamente: “Si termino hecha un bagallo después de la pandemia me pego un tiro”. Así, sin remate.
¿Dónde y cómo estamos en la Argentina de 2023, en un tiempo en el que miramos con desdén a los años ´90, creyéndonos superados de aquel país hueco, rubio, bronceado y aburrido, en el que Roberto Giordano era el ídolo de cada verano con sus modelos 90-60-90? ¿Cuánto nos hemos corrido de aquellos mandatos y cuánto logró romper efectivamente el feminismo? Seguramente es una pregunta con respuestas todavía abiertas, mientras son cada vez más las mujeres que liberan sus canas y más las pibas que se animan a mostrar su panza libremente, a soltar sus rulos de la dictadura del lacio y a exhibir sus cuerpos sin depilar, aún para el escándalo de una sociedad que ve como sucio lo que para el hombre es saludable y natural. Pero mientras esas nuevas feminidades abren otro paradigma a fuerza de coraje individual, activismo social y digital y con el cuerpo en las calles, son todavía muchísimas las que siguen entrando en el laberinto sin salida de la industria estética que inyecta sustancias legales y no tanto a cuerpos de todas las edades.
“La culpa no es de las cirugías plásticas porque la mayoría de los profesionales son buenos y las prácticas son seguras” dicen los defensores. Sí, es cierto que no se puede demonizar a los tratamientos chequeados, a los médicos que actúan bajo la ley ni a las pacientes que quieren mejorar su imagen y por ende su autoestima. Podríamos señalar a las que comercian con su hegemonía y reproducen ese modelo. Pero nos olvidaríamos también que, en algún punto, la mayor parte de nosotras caemos en aquella trampa que nos mata como a ratones a los que llaman con un queso muy difícil de resistir: el de ser una mujer con todas las letras y no un despojo de persona, abandonada por tener canas, sucia por tener pelo en el cuerpo y asquerosa por exceder las medidas preferidas de Giordano.
Las preguntas son varias. ¿Cuánta belleza es suficiente para seguir gozando de las mieles con que el sistema recompensa la inversión destinada a ser una bomba sexy? ¿A cuánta belleza se debe aspirar si cada vez son más las Silvinas que consideran que no alcanza con parecerse a una muñeca y con tener un cuerpo y un rostro “perfecto” para los cánones europeos? ¿Cuánta belleza es necesaria para ser considerada MUJER? ¿Cuánto de nosotras ponemos cada día para lograr la meta y cuán frecuentemente nos lo recuerdan los demás? Belleza única, esclavista y esquiva, que está allá arriba y allá lejos, que vuelve a moverse cada vez que damos un paso para acercarnos, igual que la utopía de la que hablaba Galeano, excepto que el caminar esta vez no nos lleva a un mejor horizonte sino directamente al matadero.
Las estadísticas hablan por sí solas y las edades de las que van en búsqueda de ese ideal también nos hablan de la manera en que el mercado apunta cada vez más abajo, a las adolescentes que tienen a sus referentes en las redes. Esas referentes son las pocas privilegiadas que venden productos de todo tipo poniendo como capital un cuerpo y una cara en la que invirtieron fortunas, como un remis al que se le hace chapa y pintura para luego hacerlo facturar. Por su parte, las que nacieron con la hegemonía a cuestas se jactan de ello y le sacan el jugo al privilegio. “Hay un par que tienen ganas de tener mi cara, pero me pagan por esto, sino, juro que se las prestaba” canta sin tapujos Emilia, una de las más exitosas de la nueva generación, en un tema que miles de chicas cantan hasta el cansancio mientras comentan “todo lo que darían” por portar un rostro de ese calibre.
En el mundo, según la ISAPS, la mayoría de los aumentos de seno (53,1 % del total) y rinoplastías (63,7 %) tuvieron lugar en personas de 19 a 34 años, mientras que las inyecciones de toxina botulínica fueron más populares entre las de 35 a 50 años (47,2 % del total). Mientras tanto, Argentina se encuentra en el top ten de países en los que se realizan más cirugías estéticas. Según los últimos resultados de la Encuesta Internacional sobre Procedimientos Estéticos/Cosméticos, nuestro país se encuentra en el séptimo lugar. Como si eso fuera poco, Argentina es nada menos que el segundo país en el mundo con más casos de trastornos de la conducta alimentaria (TCA).
Con toda la responsabilidad que le cabe a los despiadados que se aprovechan de esa realidad y encima cometen mala praxis, ¿basta con meter preso a un médico como Lotocki? ¿Alcanza con que las nuevas pacientes se informen más sobre los tratamientos? ¿Cuánto sabemos efectivamente sobre las sustancias que metemos a nuestros cuerpos? ¿Quién dará la cara por nosotras si después no hay Justicia que nos auxilie cuando estemos entre la vida y la muerte? ¿Quién saldrá a defendernos cuando nos critiquen por morder el anzuelo que todo el mundo nos pone? ¿Quién nos reparará los daños psicológicos que nos genera ese malestar constante de nunca estar a la altura? ¿Cuántos cuerpos de adolescentes y adultas son necesarios para abastecer semejante industria cada año? ¿Cuánta carne humana se requiere para alimentar una picadora que no para de crecer?
Habrá que empezar por asumir que hay un mundo que nos dice que para las mujeres el simple hecho de ser es “dejarnos estar”, que prefiere dejarnos morir en una pandemia si osamos sobrevivir sin el cuerpo esperado, que nos manda a ser únicas y a “encontrar nuestra esencia” en publicidades que solo nos enseñan a unificarnos más, que resiste a los cuestionamientos de la época para disfrazar de empoderamiento y hasta de feminismo lo que no es más que una nueva opresión para hacernos encajar. Hay un mundo que nos prefiere muertas antes que sencillas. Y aunque llenemos las cárceles de médicos asesinos y mejoremos nuestras experiencias como pacientes, la máquina de picar carne femenina nunca tendrá suficiente si no hay una sociedad que decida dejar de ofrecerla en bandeja para poder funcionar.