Cultura: ¿por qué defender la intervención del Estado?

Cultura: ¿por qué defender la intervención del Estado?

No es nada nuevo que el término cultura es polisémico, pero a partir del discurso, las medidas y las campañas de desinformación libertarias, los comentarios de parte de la ciudadanía en redes sociales y medios suman al concepto un sesgo peyorativo asociándolo, entre varios otros sentidos, al placer sólo de los artistas. Esto enciende la alarma y nos llama a una doble tarea: evitar que se esfumen los derechos culturales adquiridos durante décadas de institucionalización y, no menos complejo, pensar cómo incidir positivamente sobre las representaciones que parte de la ciudadanía tiene sobre lo cultural. En esta última intención encuentra incentivo este artículo que aporta lecturas posibles para argumentar sobre el daño irreparable que provocaría desaparecer y/o debilitar instituciones claves para las dinámicas culturales argentinas y profundizar los debates que vuelven a ocupar el espacio público a raíz del DNU 70/2023 y de la Ley Ómnibus propuestos por el gobierno de Milei.

Para ubicar el histórico dilema de la intervención o no intervención del Estado en la cultura vale remitirse al derecho. Los detractores de la intervención estatal encuentran argumentos basados en los derechos civiles, dentro de los llamados derechos de primera generación, que son los que protegen al ciudadano de posibles arbitrariedades del poder. Consideran que la presencia del Estado atenta contra estos derechos involucrándose con lo que corresponde a una esfera de la vida privada del ciudadano. Mientras que, quienes están a favor de la intervención del Estado piensan los servicios culturales en clave de derechos sociales, derechos de segunda generación. Estos deben ser garantizados por el Estado y  están fundamentados en las ideas de igualdad y acceso a bienes, servicios y oportunidades económicas y sociales que procuren una mejor condición de vida de las personas. Y también lo conciben en clave de derechos humanos, vale remitirse al artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Ahora bien,  quienes pensamos y vivimos la cultura desde los derechos sociales y humanos debemos reparar en qué apropiaciones hace de la producción cultural la ciudadanía en cada momento de la historia. Hoy, la idea de un Estado presente se consolida en un gran sector, históricamente beneficiado por este amparo, como algo negativo. No sólo se percibe peligrosa por posibles arbitrariedades, sino asistencial, clientelar y populista, con lo cual se adhiere a medidas que socavan derechos y los desplazan de la lógica de la protección. En este contexto, la cultura pareciera quedar reducida sólo a su uso adjetivo e instrumental: bienes y servicios con una dimensión económica. 

Profundizando en esta dimensión podemos aludir a que algunos economistas clásicos,  ceñidos a la alta cultura y en favor del mercado, vieron los productos artísticos como superfluos e improductivos para un país. Mientras que otros clásicos, más de un siglo después,  consideraron que el Estado debía apoyar el desarrollo de actividades artísticas por ser el arte un elemento fundamental para la civilización humana y contribuir a la calidad de vida. Palma y Aguado, en su artículo Economía de la cultura. Una nueva área de especialización de la economía, efectúan un rastreo sobre la valoración de las actividades artísticas y culturales en economistas y remiten a la conferencia Posibilidades económicas de nuestros nietos de John Keynes en la cual este último esboza su idea de intervención del Estado en el desarrollo de actividades artísticas. Alude a que, sobrepasando presiones económicas, el hombre se enfrenta al problema de ocupar el tiempo libre que la ciencia ha logrado para él “con sabiduría y agradablemente” y allí el arte y la cultura encuentran un lugar protagónico.

Por otro lado, a partir de la década de 1980, la concentración de telecomunicaciones, industrias culturales e informática fue una de las tantas consecuencias del neoliberalismo que promovió, entre ellas, monopolios discursivos. En este contexto, la excepcionalidad cultural, que había comenzado a debatirse en la Convención de Venecia de los años 50 y cuya discusión sigue vigente, planteaba que los productos culturales no pueden librarse a la circulación en el mercado con las mismas reglas de otros bienes porque son también productores de valores simbólicos. Por lo tanto, los Estados deben defender los valores simbólicos de una nación alejándolos de caer en un discurso único en detrimento de la diversidad cultural y característico del mercado repartido en unas pocas empresas. Considerar la excepcionalidad cultural es dar legitimidad a la producción de valor nacional y proteger su circulación en el mercado. 

Como última dirección, es necesario pensar la cultura en sentido sustantivo y no sólo en términos de bienes y servicios económicos. Es decir, habilitar una representación que identifica al arte como canal privilegiado para la expresión de la cultura, pero que incluye la producción de sentidos en la vida cotidiana, con lo cual, nadie queda afuera. Mario Margulis en La cultura de la noche. La vida nocturna de los jóvenes en Buenos Aires define a la cultura en el plano de la significación y vinculada a la comunicación como el conjunto de códigos de significación interrelacionados que se constituyen históricamente, se comparten socialmente y hacen posible la comunicación y la interacción. Es decir, que la cultura son los códigos que hacen que los fenómenos nos signifiquen y en este sentido las manifestaciones artísticas son sólo una parte específica. Desde esta perspectiva entonces, la gestión cultural y su incidencia sobre esos sentidos amplía bastamente el horizonte de trabajo para el binomio cultura-desarrollo. Para ello es preciso apropiarse del término cultura trascendiendo al hecho artístico, e identificándolo como necesidad indiscutida y protagónica del ser en comunidad.

Con todo esto puede argumentarse que las instituciones atacadas por las medidas de la Ley Ómnibus no son benefactoras de individuos hedonistas, sino que garantizan el ejercicio de ciudadanía activa y su lugar en el mundo. De aplicarse las medidas se reducirán los consumos de bienes culturales al reducirse la oferta sólo a productos capaces de competir en el mercado. Uno de sus primeros efectos será restringir la representación de miles de sentidos culturales que existen, que son, que dan sentido a formaciones sociales que quedarían marginadas. En otras palabras, atenta contra la democracia participativa que legitima la coexistencia de múltiples culturas en clave de desarrollo autónomo e igualdad. Esto atenta contra la posibilidad de reproducción simbólica de lo que somos, lo que no conduce más que a un estado de anonimato y agonía. 

Por último, sea cual sea el escenario que debamos abordar luego de los dictámenes en el Congreso, nos convoquemos a pensar la producción cultural no sólo en números de muestras, de artistas, de sitios recorridos, de costos en el mercado, de espectadores. Pensemos en democratizar la oportunidad de consumo junto con la de producción, de la mano de los hábitos reales que caracterizan a los distintos territorios, en estimular otras prácticas culturales de sectores populares no siempre ligadas a los lenguajes que acostumbramos a poner en dispositivos artísticos, en identificar culturas emergentes y sus sentidos y en las mediaciones que los lugares pueden establecer en la percepción de las actividades artísticas. Tal vez sean algunas posibilidades para que sigamos aprehendiendo la cultura como algo esencial y para que su estímulo desde el Estado sea legitimado como imperiosamente necesario de modo natural en la ciudadanía.

*La fotografía utilizada en la portada fue tomada por Luis Kerman para la Multisectorial Cultura San Juan

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