Lo que no se nombra, no existe: autismo en mujeres

Lo que no se nombra, no existe: autismo en mujeres

Juliana Maziel es autista. “No es que ‘tenga’ autismo; no es como una prenda que me puedo poner o sacar. Es algo que es parte de mí y está conmigo todo el tiempo”, explica entre risas. Tiene 23 años y hasta hace dos no sabía sobre su diagnóstico

Ella no está sola. Según un informe elaborado en 2023 por el Registro Nacional de Personas con Discapacidad, solo el 20% de las personas que contaban con un Certificado Único de Discapacidad (CUD) por condiciones asociadas al Trastorno del Espectro Autista (TEA) eran mujeres cisgénero. Inclusive, la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP) reconoce que un factor que incrementa las chances de un “diagnóstico tardío” es pertenecer al “género femenino”.

A través de estos datos, es posible ver que existe un subdiagnóstico debido a sesgos de género. La detección temprana se imposibilita y muchas mujeres pasan gran parte de su vida sin una palabra para nombrarse y entenderse a sí mismas. Los signos con los que comúnmente asociamos al autismo responden a características presentes, en su mayoría, en niños varones. 

¿Alguna vez te preguntaste cómo es la experiencia de una mujer con autismo?

***

Juliana Maziel creció en San Juan de Pasto, Colombia. En 2022, a sus casi 20 años, inmigró para radicarse en nuestra provincia —curiosamente, volvió a estar en San Juan—. Su primer trabajo fue como profesora de dibujo para infancias en una escuelita de arte. Mientras ejercía, hubo mamás que le comentaron que sus hijos tenían autismo. La joven inmediatamente viajó en el tiempo a su niñez. Vio en sus chicos y chicas las mismas cosas por las que ella pasó cuando era una niña: dificultades en el aprendizaje y una situación de aislamiento sistemático por su condición, todavía desconocida para ella.

Juliana Maziel en Calingasta. Fuente: Juliana Maziel.

¿Cómo afecta la exclusión en el aula a niñas con autismo? Profesionales del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Valencia, España, hicieron una revisión bibliográfica para indagar cómo se presenta el TEA en mujeres. Las investigadoras establecieron que en el proceso de socialización “las niñas con TEA eran elegidas menos veces como amigas, en menos ocasiones como miembros de grupo o en menor medida como amigas no preferidas, confirmándose así que las niñas con TEA no fueron aceptadas ni rechazadas, sino que fueron ignoradas”.

“Empecé a darles una educación más específica. En mis clases, estaba mucho más presente y de forma muy diferente con los niños autistas que con los niños neurotípicos [personas cuyo cerebro se desarrolla y funciona de forma convencional o típica según las normas socialmente establecidas]. Pensaba: ‘debo ser el tipo de profesora que yo necesitaba de chiquita’”, detalla Juliana sobre su modo de enseñanza para quienes percibía relegados/as dentro del aula.

Un día, una de las madres se acercó a la joven después de clases.

—Seño, quiero hablar con usted.

—¿Pasó algo? —preguntó confundida.

—Mi nene era muy callado. Lo molestaban mucho y yo no sabía qué le pasaba — confesó con preocupación la mujer —. Pero desde que está con usted está feliz. Habla más y se abre con sus compañeros de colegio, les muestra los dibujos que hace acá.

Ese día, ya en su casa, Juliana lloró de alegría. En las palabras de esa mamá había una confirmación de lo que ella ya sentía: le encantaba su labor y tenía un amor inmenso por sus estudiantes y las creaciones de las que eran capaces. Pero, a la misma vez, ese momento también significó un punto de inflexión y el germen de una duda: ¿podría ella también tener autismo?

***

Estamos a finales de la década del 2000. Hay algunos chicos y chicas riendo, otros cuchicheando, unos muy serios escribiendo velozmente cada nueva oración que aparece en el pizarrón y otro par más pensando a qué van a jugar cuando lleguen a sus casas. Entre todos ellos, en ese numeroso curso de primaria, hay una nena dibujando. Pone su empeño en cada trazo y elige con cuidado cada uno de los colores de sus detalles. Pronto le van a llamar la atención por ello y no entenderá por qué.

A Juliana le encanta expresarse por medio del arte. Lo sabe desde que tiene memoria. Inclusive, la ayuda a concentrarse en entornos que le resultan complejos, como el educativo. Pero eso muchas veces implicó desacuerdos: “Mis profesores me regañaban mucho, pero era mi manera de escuchar”. 

Juliana Maziel en su infancia. Fuente: Juliana Maziel.

Esta necesidad tan, tan suya la ha acompañado hasta en sus años de educación superior. Hace poco, durante fines del 2024, obtuvo su título como realizadora cinematográfica integral en la sede provincial de la ENERC, abocándose a la dirección de arte.

Algunas veces pensamos en autismo e imaginamos una fijación muy específica en algún tópico en particular. En el trabajo elaborado en la Universidad de Valencia mencionado más arriba, sostienen que estos, llamados intereses restringidos, están, de igual modo, presentes en las mujeres con TEA, pero no suelen ser notados como tal porque son más comunes y típicamente “femeninos”: cantantes, moda, literatura, etc. En el caso de Juliana, el dibujo.

Otro rasgo que la joven recuerda es que solía ser súper callada. Tanto que los demás llegaban a pensar que era tímida, cuando no es así en absoluto. Mildre Tejada, psicopedagoga de la Dirección de Gabinetes Técnicos Interdisciplinarios de Educación del Ministerio de Educación de San Juan, explica que esta característica se reconoce como masking o enmascaramiento, una forma adaptación social presente en mujeres con autismo que las lleva a ocultar los signos de su condición: “Trabajo en una escuela. Solo derivo cuando noto que un alumno actúa muy exaltado. Con las chicas con TEA suele pasar que han tenido toda una trayectoria escolar mostrándose un poco más aisladas, más tranquilas. Entonces, pasan desapercibidas y nadie se da cuenta de su autismo”. 

En un artículo,Victor Ruggieri, neurólogo infantil y expresidente de la Asociación Argentina de Profesionales del Espectro Autista (AAPEA), explica que “si bien esta actitud se ha observado en personas con desarrollo típico y en personas con autismo en la infancia, adolescencia y vida adulta, es más frecuente e intensa en mujeres autistas adultas”. 

El camuflaje suele reforzar las características que debe tener una “señorita”: mesura, obediencia y silencio. Manifiesta “tanto una motivación más fuerte para imitar, como en sí mismo ser el resultado de una motivación más fuerte para ‘sistematizar’ el comportamiento social”, ratifica Ruggieri. Según el especialista, el masking también implica una “mayor presencia de trastornos de ansiedad y depresión relacionados al esfuerzo que implica ‘parecer normal’”.

Relacionado a este último punto, Tejada suma que hay otros casos donde solo ha sido posible señalar la existencia de TEA a partir de la presencia de otra condición. “Por lo general, no siempre, hay quienes se las ha diagnosticado porque hay una comorbilidad [otros prefieren el término coocurrencia]. Prevalece, por ejemplo, una discapacidad intelectual y en función de eso se ven aparejadas ciertas características que llevan a poder dictaminar autismo”, asegura.

Además, Tejada detalla: “Hay muy pocas mujeres diagnosticadas solo con TEA. Esto dificulta poder llevar a cabo una investigación porque no hay a quién investigar. De hecho, en una de las pocas indagaciones que hay, los resultados se obtuvieron a partir de información que dieron docentes o padres, pero no así de mujeres transitando el trastorno”. De igual modo, vuelve a poner énfasis en cómo se crea un imaginario social y profesional de un autismo exclusivamente masculino. “Si hacemos un relevamiento acá en San Juan, en instituciones que trabajan netamente con autismo, como por ejemplo I.R.I.N.A [Recuperación Integral del Niño Aislado], la mayoría son varones. […] En mi práctica profesional, casi todos eran niños. Incluso, las evaluaciones con las que se detecta autismo están hechas en función de una población masculina. Todo esto genera un gran bucle”, denuncia la psicopedagoga.

***

“Desde la adolescencia empecé a pensar que yo era diferente de alguna manera”, recuerda Juliana, teletransportándose a sus años de escuela secundaria.

En el estudio ya referido, mencionan que durante esta etapa de vida “la complejidad de las relaciones aumenta y se hacen evidentes [las] dificultades [de sostenimiento]”. Es decir, la capacidad de aguantar el enmascaramiento se dificulta, aunque en algunas mujeres se puede reforzar, lo que hace que reciban su diagnóstico aún más tarde.

La muchacha relata que trataba de encajar, pero siempre “tocaba los extremos”; le costaba mucho regular su volumen de voz y encontrar un equilibrio o se sumergía de lleno cuando hablaba con alguien, casi como un ensimismamiento, lo que chocaba con la impresión de “tímida” que tenían de ella. Detalla que por esto nunca fue una “chica popular”. 

Juliana explica que toda esta situación la ponía y la pone, porque le sucede hasta el día de hoy, en una gran presión por tratar de “estudiar” y lograr descifrar los comportamientos del resto. “Yo sé lo que estás sintiendo, yo sé lo que estás pensando. […] Lo que no entiendo es cómo lo manifiestas porque no tiene sentido, pareciera que no coincide con lo que sientes”, precisa. 

Para entenderlo mejor, da un ejemplo: las conversaciones triviales. Cuando nos encontramos en cualquier contexto con alguien que no conocemos suele surgir un “¿cómo estás? Frente a esa pregunta, respondemos, generalmente, que “bien” para mantener la charla. Tal charla continúa con aspectos aleatorios de la vida de quienes están hablando o de otras cosas, como, por ejemplo, el clima. A Juliana le cuesta comprender una situación como esa porque siente que implica “fingir” o “pretender”. 

Con el paso de los años, y ya entrada en su adultez narró esta experiencia en terapia: “Lo hablé con mi psicóloga. Ella me dijo: ‘Bueno, es que esa es la manera de empezar relaciones, de conectar con la gente”. La joven probó este consejo y sus vínculos en su actual trabajo mejoraron mucho, dice que le facilitó “abrirse un poco más al mundo”. Pero también considera que el foco de “adaptación” siempre está puesto en personas con TEA. Esto provoca que ellos, muchas veces, sean considerados “irrespetuosos” o «no empáticos” por el resto, como le pasó a ella.Pero… ¿cómo recibió su diagnóstico?

***

Desde aquella conversación con la mamá de su alumno, la duda no había parado de dar vueltas en su cabeza. Supo que debía intentar buscar una posible respuesta a los grandes interrogantes que había transitado desde chiquita.

Juliana postergó muchísimo asistir a terapia. Había investigado toda la información habida y por haber sobre autismo, pero el miedo siempre terminaba siendo más fuerte. No fue hasta que obtuvo las “pistas” suficientes que se acercó a una de las psicólogas que cubría la obra social de su trabajo. Afirma que necesitaba “fundamentos” para lo que le sucedía.

Mientras que en niños con TEA hay un diagnóstico más temprano y suelen llegar a consultorios derivados por, por ejemplo, psicopedagogos por sus signos más “visibles”, las mujeres suelen llegar en edad adulta con un “autodiagnóstico” o por familiares que notaron algo distinto en ellas, pero que no piensan que podría ser autismo. Tejada comenta que este tipo de casos suelen darse cuando los signos ya “no se pueden esconder de ninguna manera”. De nuevo: el enmascaramiento.

“Estaba temblando de los nervios. No pude decirle nada sobre el autismo. No fue hasta la segunda sesión que se lo mencioné. Me dijo: ‘Yo ya sabía’”, narra Juliana acerca de uno de los intercambios que tuvo con su primera psicóloga. Destaca que era una profesional “súper atenta” y “con muchísimos años de trayectoria”: “Si no hubiera tenido ese apoyo, no tendría el diagnóstico todavía”. Aunque también lamenta que muchos y muchas no tienen esa suerte en sus primeros acercamientos como consultantes. 

Luego de algunos meses indagando y dialogando acerca de distintos momentos en la vida de Juliana, esta profesional la derivó a una terapeuta especializada en autismo para que obtuviese un diagnóstico. La joven recuerda que fue bastante caro y que significó un “sacrificio” para ella; le apena que ni en Argentina ni en su país exista una cobertura para este servicio y derecho.

Cuando llegó el día de su consulta, Juliana se sintió muy vulnerable. Esta vez no fue tanto por temor, como le había pasado antes, sino porque se sintió infantilizada. De hecho, antes había pasado por una situación incómoda por teléfono cuando llamó al lugar donde atendía la especialista:

—Buen día, necesito un turno.

—¿Cuántos años tiene la nena?— contestó una secretaria.

—21 años— respondió un poco incómoda Juliana.

—Ah… es para vos.

Estando ya en la sala de espera, se notaba que el lugar estaba pensado para niñeces: dibujos y decoraciones de animales, juguetes y colores brillantes y vivos. “No puedes estar aquí, ridícula, ¿qué haces acá?”, pensaba Juliana. 

“Es como un ‘mal’ que tenemos. Todos recibimos todos los casos. No hay un posicionamiento de decir: ‘Bueno, no voy a atender a adultos, si no tengo la formación’. Hay pocos profesionales que se dediquen a la parte netamente adulta de las discapacidades. También sucede que las demandas en personas más grandes han comenzado a surgir hace relativamente poco”, subraya la psicopedagoga Tejada en relación a la falta generalizada de diagnósticos y tratamientos para personas con discapacidad en edad adulta, y más específicamente dentro del espectro autista. Y agrega: “Es muy necesario tener en cuenta el contexto, porque este también da información. Debemos poder tratar al paciente en función de la edad que tiene, pero no en el autismo, sino en cualquier otra discapacidad”.

De acuerdo al informe  elaborado por Registro Nacional de Personas con Discapacidad en 2023 mencionado al principio, solo 16.413 personas de 15 a 64 años cuentan con un Certificado Único de Discapacidad (CUD) adquirido a partir de un diagnóstico de TEA, frente a 97.957 niñeces y adolescencias de 0 a 14 años.

Las primeras sesiones fueron puramente de diálogo. Después, Juliana cuenta que pasó por una serie de “juegos”. Esta es la Escala de Observación para el Diagnóstico del Autismo (ADOS, por sus siglas en inglés), uno de los dos exámenes o “baterías” (denominadas metafóricamente de este modo porque son un conjunto de distintas pruebas) que se toman para diagnosticar autismo. El mismo, incluye observación directa de la persona realizando una serie de actividades planificadas para evaluar sus respuestas y comportamiento. Estas actividades siguen estando muy enfocadas hacia niñeces. Así, Juliana cuenta que tuvo que inventarse un cuento a partir de distintas imágenes y también armar un rompecabezas, por ejemplo.

Una vez terminada esta etapa, vino el ADI-R. Esta otra batería, cuyas siglas pertenecen al inglés, está enfocada en conocer acerca de la percepción de madres, padres o cuidadores haciéndoles un extenso cuestionario. La mamá de Juliana, de forma virtual desde Colombia, llenó un gran formulario que incluía distintos interrogantes. La joven destaca, con sorpresa, que hubo muchas cosas que no recordaba en absoluto y que su mamá sí: un gran apego a cosas específicas, la necesidad de oprimir timbres o interruptores todo el tiempo y una gran fijación por el fuego. Es decir, rutinas, patrones e intereses restringidos habituales en personas con TEA.

También tiene presente que su mamá contestó que “hablaba más con los adultos que con los niños”. Según la revisión de la Universidad de Valencia ya citada, este es un rasgo frecuente en niñas, ya que “recurren a imitar las interacciones sociales de los adultos durante la infancia para crear y mantener amistades”. 

A todo este gran y arduo proceso de sesiones semanales, que Juliana rememora como “sofocante” e “intenso”, lleno de descubrimientos y lágrimas de por medio, le siguieron un par más de entrevistas para finalizar su proceso de diagnóstico. En la última, en enero de 2024, la especialista le confirmó lo que ella ya sabía y presentía: su autismo.

***

Hagamos una pausa por un ratito y pensemos: ¿el reconocimiento de derechos debe ayudar a combatir patrones discriminatorios de género instalados socioculturalmente que alimentan la violencia simbólica?

La respuesta es sí. Existen varios instrumentos a nivel internacional y nacional que consideran los derechos de personas con discapacidad que son, a su vez, mujeres cisgénero o que forman parte del espectro de la diversidad sexogenérica. En especial, hay dos: la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad y la Ley de Proteccion Integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales.

La primera normativa estipula en su Anexo I “la necesidad de incorporar una perspectiva de género en todas las actividades destinadas a promover el pleno goce de los derechos humanos”. Y en su artículo 8° compromete a los Estados firmantes a “luchar contra los estereotipos, los prejuicios y las prácticas nocivas respecto de las personas con discapacidad, incluidos los que se basan en el género o la edad”.

En cuanto a materia de salud, la Convención, en su artículo 25°, insta a garantizar un acceso que tenga en cuenta “las cuestiones de género”. En este punto, la disposición se intercala con el segundo reconocimiento mencionado. La Ley de Protección Integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeresestablece el deber de creación de políticas públicas en distintos ámbitos y en diferentes organismos. Uno de ellos es el Ministerio de Salud de la Nación. A saber, el mismo debe “alentar la formación continua del personal médico sanitario con el fin de mejorar el diagnóstico precoz y la atención médica con perspectiva de género”, inclusive en el área de salud mental.

Ahora sí, continuemos.

***

—¿Cómo te sentiste?

—Lloraba a moco tendido; no podía parar. Nunca había sentido tanto alivio; me sentí desnuda— revela Juliana con una enorme espiración.

Para ella, recibir su diagnóstico significó un cambio rotundo: “El resultado ayudaba a describir el tipo de herramientas que necesitaba para que mi psicóloga pudiera acompañarme con un tratamiento adecuado”.

Un ejemplo de esto es cómo mejoraron los meltdowns o crisis que tenía por su hipersensibilidad. Actualmente, trabaja en una fábrica con maquinaria muy ruidosa y había ocasiones donde llegaba agotada y triste y no sabía por qué. Necesitaba dormir por mucho tiempo y permanecer muchísimas horas en silencio para “recomponerse”. Cuando supo que era por su TEA, comenzó a usar tapones capaces de bloquear esos sonidos pesados. 

Igualmente, pudo limitar sus lazos de apego y construir vínculos más sanos. De esta forma, terminó con una relación tóxica que duró mucho tiempo y ahora está nuevamente en pareja y súper contenta con su novia, Luana.

Hoy también es capaz de adorar y reconocer su vocación: el arte ilustrado. Desea dedicarse de lleno a crear y experimentar, combinando su talento con sus otras dos pasiones: el cine y la animación.

***

El recorrido de Juliana es sólo una experiencia dentro de una carta compleja de diferentes formas de experimentar la realidad. Refleja retos, desafíos y un existir relegado por el statu quo. Ojalá esa lejanía sirva para acercarnos y que la neurodiversidad en mujeres sea la guía para que otras feminidades puedan encontrar la pieza faltante de su identidad y dignidad, aquellas que les han sido robadas por pensar un mundo sin ellas. Recordemos: lo que no se nombra, no existe.

__________________________________________________________

*Esta nota fue originalmente producida por la estudiante Camila Prado para Producción Gráfica Periodística I de la Lic. en Comunicación Social.  El equipo de cátedra está integrado por los/as docentes: Norma Velardita, Jorge Segovia, Walter Vilca y Yanina Urcullu y los egresados/as adscriptos/as: Santiago Staiger y Ernestina Muñoz. 

*La imagen de portada es una ilustración realizada por Juliana Maziel/ @julimaziel vía Instagram.



Catalejo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *